School Rubric

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El valor de la neurodiversidad en el aula

Li Shimin, emperador chino del año 648, dejó escrito lo siguiente: “Un líder sabio elige a la persona adecuada para cada tarea. Es como un buen carpintero, que sabe utilizar la madera recta para hacer varas, la curva para ruedas, y los trozos más largos para vigas. Así como un buen carpintero no descarta ninguna madera, un emperador astuto no prescinde de ninguna persona”.

Sin saberlo, estaba confirmando lo que la ciencia reconocería muchos años después: el valor de la neurodiversidad.

La sociedad actual, y con ella la escuela, no coincide con la visión del emperador de la dinastía Tang. Muy al contrario, apuesta por una ideología antagónica: la normalidad. Curiosamente, la palabra «normal» ni siquiera era de uso común hasta 1840. Deriva del latín “norma”, que era la escuadra de un carpintero.

En el siglo XIX, el estadístico Adolphe Quetelet recopiló datos sobre altura, peso, envergadura… e «inventó» a la persona-promedio. A partir de ahí surgió un desmedido interés por la estandarización.

¿Qué sucede con las personas que no se ajustan a “lo normal”?

A nadie se le escapa que estar fuera del promedio puede acarrear dificultades, que las personas afectadas sienten especialmente. Recuerdo un cuento sobre dos cántaros que lo refleja perfectamente. Uno era “normal”, el otro tenía una grieta en su costado. El aguador los llenaba en el río y para cuando llegaba a casa, el primer recipiente estaba lleno y el otro por la mitad. Al comprobar esa situación, el cántaro agrietado se dirigió a su propietario:

—Cada día te veo hacer un gran esfuerzo para traer agua. Yo pierdo la mitad por el camino. Sé que me tienes cariño, pero entendería que quisieras deshacerte de mí.

Del aguador cabría esperarse que prescindiera del cántaro roto. Todos, incluido el propio implicado, lo entenderían. Sin embargo, el hombre supo reconocer la virtud más allá de los criterios normales:

—Es cierto, tú me aportas la mitad del agua que los demás, pero también haces algo que quizá no sepas: me alegras cada mañana. Vamos a hacer una cosa, durante el trayecto de vuelta quiero que te fijes a qué lado del camino crecen las flores.

¿Qué aporta la neurodiversidad al aula?
¿Qué aporta la neurodiversidad al aula?

¿Qué aporta la neurodiversidad al aula? El caso de Joaquín

Recuerdo con cariño a Joaquín, era un compañero, un amigo del colegio. Hoy lo etiquetaríamos como un alumno con “Necesidades Educativas Especiales”. En aquella época, y para nosotros, era un niño que hacía fichas de primero en una clase de sexto. Su comportamiento también era más infantil, pero no nos resultaba extraño, lo conocíamos desde siempre. Lo cierto es que tener a Joaquín en clase era un privilegio. Mejor dicho, el profe Pedro hacía que lo fuera.

Ahora, después de diez años en las aulas, entiendo que un alumno con un nivel de competencia curricular de Primer Ciclo tiene que hacer un esfuerzo tremendo para soportar una clase de sexto. Creo que el profe Pedro también era consciente de ello. Por eso, cuando Joaquín se empezaba a mostrar más inquieto, el profe cortaba la clase. Daba igual si era mates, lengua o un examen. “¡Atención, Joaquín tiene algo que contarnos!”, nos decía. Y para mí era fantástico, mi cabeza tampoco soportaba tanto tiempo seguido de trabajo intelectual.

Diez minutos, no creo que fuera más, solo 10 minutos. En ese tiempo, Joaquín salía a la pizarra y nos explicaba lo que estaba aprendiendo. Otras veces, simplemente narraba lo que hizo la tarde anterior. El resto, escuchábamos. Si la situación lo requería, también participábamos. Sería imposible describir con palabras la sensibilidad con la que esa clase ayudaba o corregía a Joaquín. Incluso los más gamberros parecían transformarse en aquellos diez minutos.

Recuerdo que el profe tuvo problemas. Algunos padres “protestaron”, sus hijos perdían diez minutos de clase todos los días. “Iban a ir menos reparados al instituto que los del otro sexto”, le reprochaban. Mis padres asistieron a la asamblea que convocó el colegio. El profe Pedro dijo: “Es cierto, perdemos diez minutos de matemáticas, pero ni se imaginan lo que ganamos a cambio”.

Ahora estoy seguro, Joaquín nos dio mucho más de lo que recibió en esos diez minutos. Nos ayudó a desarrollar la empatía, el respeto hacia la diferencia, la solidaridad… nos ayudó a ser mejores personas. Y todo a cambio de solo 10 minutos.

El humanismo pedagógico como actitud docente. El caso de Paquito

“El currículo, la metodología y la gestión del aula son aplicados y concretados por el docente, que los maneja y desarrolla desde los impulsos de su mente y corazón” (García y Riquelme, 2020: 22). Esta afirmación se concreta en diferentes formas de actuar frente a una situación de aula. Vamos a analizarlo a través de una historia vinculada al TDAH.

El Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH) es un trastorno del neurodesarrollo de carácter neurobiológico originado en la infancia y que afecta a lo largo de la vida, que se caracteriza por la presencia de tres síntomas típicos: déficit de atención, impulsividad e hiperactividad motora y/o vocal.

#PermiteQueTeCuente la historia de un alumno muy especial. Paquito —nombre ficticio por razones obvias— se incorporó a la clase de sexto ya iniciado el curso. Jamás olvidaré su ilusión por la Educación Física. Siempre llegaba el primero, daba varias vueltas corriendo y me buscaba jadeante: “¿Qué hago ahora, profe?”. Suena extraño, pero en cierto modo cumplía mis indicaciones: “Cuando lleguéis, haced el calentamiento sin perder tiempo”. Él no perdía un segundo. “Ahora puedes ayudarme a colocar el material para la sesión”.

Cuando los demás manifestaba cansancio o desgana ante un ejercicio, Paquito quería repetirlo. Para mí —su profe de EF—, era un alumno aventajado. Así lo expuse en la primera reunión de Equipo Docente, y todo el mundo se llevó las manos a la cabeza. Paquito era un desastre en el aula: no atendía, se movía constantemente, interrumpía… un caso típico para enviar a “evaluación psicopedagógica”.

Paquito —el alumno problemático en el aula— se convertía en un alumno aventajado en el patio, en un valioso cazador prehistórico o en uno de los mejores bomberos de la brigada.
Paquito —el alumno problemático en el aula— se convertía en un alumno aventajado en el patio, en un valioso cazador prehistórico o en uno de los mejores bomberos de la brigada.

Recuerdo vivamente el día que recibió su diagnóstico, bajó el último al patio…

—Profe, ¿te has enterado? Ya es oficial, soy TDAH.

—¿Y te han explicado qué significa eso? —le dije a sabiendas de que ya tenía la versión oficial.

—Sí, que soy nervioso, que no me concentro y eso…

—Pues me parece que no te lo han explicado bien.

—¿No?

—TDAH significa que eres un cazador.

—¿Un cazador? —me miró con una mezcla de incredulidad y sorpresa.

—Sí, pero no de esos que van con una escopeta matando por diversión. Eres un cazador prehistórico. ¿Has dado ya la Prehistoria? —asintió con los ojos muy abiertos—. Pues ya sabrás que los cazadores eran personas muy importantes, de las que dependía la supervivencia de la tribu. Tenían que ser rápidos, listos, estar alerta, actuar…

—Como un “hombre de acción” —reflexionó con el rostro iluminado y haciendo referencia a alguna película o serie que yo desconocía.

—Eso es, pero has tenido mala suerte, chaval. Te ha tocado vivir en un mundo —le dije señalando en derredor— que valora más a los granjeros que a los cazadores. Ya sabes, aquí lo importante es ser paciente, saber estar sentado, prestar atención…

—Es verdad, el cole se parece un poco a una granja.

—Puede ser, pero ¿sabes cuál es la principal virtud de los cazadores? Son capaces de adaptarse a cualquier lugar —respondí sin dejarle tiempo a pensar—, saben camuflarse. Así que tú vas a saber adaptarte a una clase-granja, estoy seguro.

Mis palabras en esta conversación estaban inspiradas en el maravilloso libro El poder de la neurodiversidad. En concreto, en los resultados de una curiosa investigación realizada con bomberos americanos. Para llevarla a cabo se seleccionó a una brigada y se le pasó un test diagnóstico de TDAH. El resultado fue un alto grado de “positivos”. Al ver el listado con los nombres, el jefe de bomberos exclamó: “¡Pero si son mis mejores hombres!”.

La experiencia de clase y la investigación recogida por Thomas Armstrong me llevó a una reflexión que me gustaría compartir contigo:

Solo cambiando el contexto, Paquito —el alumno problemático en el aula— se convertía en un alumno aventajado en el patio, en un valioso cazador prehistórico o en uno de los mejores bomberos de la brigada.

El colibrí azul es caprichoso. A veces, de forma inesperada, se posa sobre un tuit y lo convierte en viral. Acto seguido, el móvil no deja de vibrar entre likes, retweets y follows; aparecen troles y heaters dispuestos a morder para obtener su alimento; llegan propuestas variopintas vía MD; pero sobre todo, se abre un intenso debate en torno a la cuestión de fondo. Y solo por eso, merece la pena… Algo así sucedió con el hilo sobre el TDAH de Paquito y este post recoge —como siempre desde el prisma del autor— el resultado de tan singular prospección.

Más allá del TDAH, este hilo refleja un posicionamiento respecto a la diversidad en educación. Por suerte, quedaron atrás ideas como la exclusión o la segregación. En la actualidad, el debate se centra sobre la inclusión. Hay quienes la entienden como un simple “dejar pasar” y quienes la asemejan más a una “bienvenida”, reconociendo así el factor de enriquecimiento para el aula que trae consigo la diversidad.

“En lugar de pretender que en algún lugar, oculto en un sótano oscuro, haya un cerebro perfectamente normal con el que el resto deben ser comparados, hemos de admitir que no existe ese estándar, así como no existe una flor estándar o una cultura estándar; y que, de hecho, la diversidad entre cerebros es tan maravillosamente enriquecedora como la biodiversidad y la diversidad cultural” (Armstrong, 2012: 16)

Profundizando en las dos sendas por las que discurrió el debate, recordamos el mito de Procusto.

El “bueno” de Procusto era un posadero que se impuso una misión en la vida: contribuir a depurar la gran Atenas. Para ello, desde su humilde negocio extramuros ofrecía alojamiento al viajero. Cuando el confiado huésped conciliaba el sueño, Procusto hacía una sigilosa comparación entre la estatura del durmiente y el tamaño del lecho. Si había coincidencia, podía estar tranquilo: el nuevo ciudadano de la polis cumplía el canon heleno, aunque casi nunca era el caso… La torturadora tarea —nunca mejor dicho— venía de la mano del desajuste: su conciencia le obligaba a cerrar los pies del que sobresalía y a estirar las extremidades del que no llegaba al borde.

La locura de Procusto se prolongó hasta que el que llamó a su puerta fue Teseo. El héroe —sabedor de la obsesión de su anfitrión—, tumbó al posadero en el catre que cumplía la función de baremo estandarizor y, oh sorpresa, Procusto tampoco cumplía con las medidas que él mismo imponía a todo el que aspiraba a entrar en la ciudad.

La paradoja del posadero sigue viva en nuestra sociedad, y está detrás del desperdicio de mucho talento. Por ello, no está demás tenerla presente en educación y, especialmente, en todo lo que tiene que ver con la neurodiversidad. Si bien es cierto que la mayoría de intervenciones a partir del hilo son favorables a la bienvenida, siempre queda algún Procusto con ganas de hacer un mundo a su medida.


Armstrong, T. (2012). El poder de la neurodiversidad. Barcelona: Paidós.

García, J. B. & Riquelme, F. (Coords). Educar para ser. El reto de acompañar en busca de sentido. SM: Madrid.

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Enrique Sánchez Rivas
Maestro y pedagogo. He trabajado en colegios públicos de Andalucía durante 10 años. Actualmente es director del Centro del Profesorado de Málaga y Profesor Asociado en la Universidad de Málaga. Es autor del libro Pedagogía vía Twitter.

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